Dejar de pertenecer

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Fotomontaje con mi guitarra (2011)

Joan Pau Inarejos

Cantar es dejar de pertenecer. Lo dice bellamente el poeta persa al-Rûmî (siglo XIII) cuando relata cómo la flauta fue separada del cañaveral. “Desde que me arrancaron de mi casa de mimbre / mis lastimeras notas han hecho llorar a hombres y mujeres». El sonido musical expresa el lamento por haber sido desterrada, desarraigada, de su lugar natural. El canto es, siempre, nostalgia. Lo bien plantado, lo asentado, no gime ni rompe la voz. No necesita clamar al cielo ni al horizonte. La flauta sí. La flauta añora a sus hermanas. Ya no pertenece a la tierra; sino al viento.

Desde antiguo hemos percutido, quebrado y agujereado la materia sin piedad para que hable como queremos, con voces y acordes que nos resulten placenteros. ¡Pobres piedras golpeadas, calaveras agitadas como resonadores! ¡Cuánta madera laminada y metal torturado en la forja! La materia exiliada, deshojada, violentada, es la que hace música. Mientras que los montes, huesos enterrados y minerales que duermen en el subsuelo permanecen callados, la guitarra, la castañuela, el xilófono, la cuerda tensada del arpa, vibran por un mundo que han perdido. Algo chirría cuando hablan.

Algo chirría. Como los emigrantes y los expatriados a los que se les rasga la voz al contar su historia. Como los judíos en los canales de Babilonia, que, acordándose de ti, se sentaron a llorar. La versión sandunguera de los Boney M. no debe distraernos de la gran verdad contenida en el salmo 137. «¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!». En esa impostura, en ese imposible, nace la poesía, flor enclenque de las nieves. La voz acomodada nunca se eleva, siempre tiene un barniz de falsedad, una sordina de hipocresía. En cambio, cuando el opresor nos deporta, cuando los nazis nos obligan a cantar para solazarse aunque sea lo último que quisiéramos hacer, entonces por algún motivo brota la voz  verdadera del corazón.

Cantar es dejar de pertenecer. Los más bellos himnos de la música espiritual negra han nacido en los campos de algodón, en la esclavitud y la orfandad. El musicólogo Ted Gioia sostiene que la historia toda de la canción es una especie de jerga esclava incautada por los poderosos. El grito de los hijos de África que no conocen su propio idioma y llenan el inglés de alma (soul) o el castellano de ritmo y ternura (chachachá y bolero). El suspiro por una Tierra Prometida que ni siquiera se ha visto, como el joven palestino que habla con el periodista Agus Morales en ‘No somos refugiados’. Cantar es traducir lo que no se puede decir, sublimar lo censurado. Desahogar.

Al fin y al cabo se canta por la boca, y ella es un orificio, una herida por donde respira y resopla el pneuma, espíritu aéreo de los griegos. En el estirar de las cuerdas vocales, el revolverse del diafragma, el resonar del tórax y el cráneo, hay algo que lucha por desperezarse y huir, como en la risa, en el llanto, el orgasmo o el bostezo de la somnolencia. Un escalofrío, un temblor, una erupción que calienta la sangre y eriza la piel. La boca es la herida del alma, a veces quejosa, a veces remolona, a veces mimosa; siempre una hendidura. Un conducto.

No hay mayor profesión de humildad que mostrar esa herida con la que nacemos. Quien canta, quizá sin querer, acepta que es pájaro, que es aire, que no tiene nada suyo —tierra—, porque la voz es algo dado, entregado (La voz a ti debida de Pedro Salinas), difusivo… una exhalación momentánea de libertad. No hay afán poseedor, nada se acumula ni se consigue cuando evocamos con la melodía a los que nos amaron, a los que ya no están o a aquellos con los que vivíamos, como la flauta y las cañas. Poderlo cantar es paz. Y nada más.  Quien canta ya no se pertenece.

 

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