Rabieta

En la gran constelación de las emociones, las más interesantes a veces son las más diminutivas. La media sonrisa, el guiño, el susto o el ‘asquete’ (ñé) son como amagos de estados mayores, pequeñas pinceladas en tonos pastel que, mal que les pese a los cofrades de la intensidad, acaban coloreando la mayor parte de nuestro día.

Así como el susto es un ‘miedo pequeño’ y soluble, temporalmente acotado, la risa momentánea se alza como un conato de alegría (la espuma de la ola) y el ‘asquete’ se antoja una repugnancia suave, casi divertida (una mueca). Estar ‘cansadito’ (suspiro) habla más de la expectativa del confort, o de una suave autocomplacencia, que de una fatiga real.

Entre todas estas versiones ‘baby’ de los sentimientos, hay una especialmente interesante, porque la practican precisamente los más pequeños, o los que se hacen como ellos: la rabieta. La rabieta o pataleta es esa homeopática proyección de enfado que busca llamar la atención sobre el sujeto. A pesar de las intenciones del autor, suele generar condescendencia (“ya se le pasará”).

Según el psicoanalista Massimo Recalcati (‘Las manos de la madre’), la rabieta infantil surge como una primera protesta contra el statu quo: frente a la omnipotencia de mamá, mi rabia en miniatura, mi territorial derecho a ser yo mismo, mi vanidad de Aladino que ya no quiere depender del Genio. 

La situación apenas importa: una comida así o asá, un columpio donde no me puedo subir o un camino que no quiero recorrer no son más que pretextos, palancas para crear espacios de disidencia y autoafirmación. Puesto que no tengo la fuerza, exhibo mi fragilidad con impertinencia: pataleo en el suelo, frunzo el ceño o aguanto ridículamente la respiración, como el niño hispano de Astérix.

El enrabietado es un avezado teatralizador de la violencia, y su comedia se asemeja a un escozor autoinducido: se ‘pica’ con facilidad, abraza sin dudar cualquier provocación arácnida (¡chincha, rabiña!) y se crece con ella. ¿Y si Spiderman andara más cerca de lo que creemos?

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